De nuevo me encontraba donde tantas veces he estado. Un
sitio que muchos calificarían como cueva inmunda, oscura, húmeda y plagada de
seres; de lo más pintoresco. Sin embargo, para los pocos que se atrevieron a
mirar más allá de ese exterior inmundo, y se atrevieron a traspasar las puertas
del bar del oeste y bajar esos escalones con luces que bailaban con el humo de
los cigarros, embriagante con ese olor a cerveza, cerrado y tabaco, encontraban
en él su segundo hogar, y cuando esto ocurría, descubrías que la lúgubre cueva
que se formaba tras el estrecho pasillo que separaba las barras de los hermanos
se iba iluminando y, poco a poco se iba presentando la ilustre fauna autóctona
del lugar. Pequeños y grandes personajes que se reunían bajo el techo de la
cueva, donde la cabeza del ciervo presidía; a la izquierda, el indio siempre
protegiendo; en la barra, el duende del copón, atento al gran inventor. Jugando
a los dardos el capitán, cantando coplas mientras su cuadrilla intentaba que el
duende no les engañe.
Poco a poco la cueva toma forma de palacio, y si eres uno de
los elegidos, podrías aprovechar las atalayas de este castillo, donde el duende
y el inventor cuentan sus aventuras y desventuras. Una vez allí, si eres
paciente llegarás a ver un momento mágico, irreal e irrepetible. Donde ebrio de
los brebajes de Avi, el duende desvela sus historias más oscuras. Sin embargo,
esta vez ya no hay puerta, ya no hay cueva ni pasillo, ni castillo. Todo
terminó, todo acabó.
Me dispongo en el mismo sitio que tantas veces he estado,
donde tantas risas he escuchado, donde tantas conversaciones, donde se han
contado tantos secretos, tantas ilusiones, donde los brindis han celebrado
aprobados y hasta compromisos. En este mismo lugar, ahora solo puedo… comprar
algo de botellón y de comer, porque ahora es un puto Mercadona.
Mierda de la crisis, j aja
MANOLO BAR. Tu espíritu siempre quedará en nuestra memoria.
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